Anoche Olivia mordisqueó el segundo tomo de Cinema. A Critical Dictionary, editado por Richard Roud. Es una obra imprescindible. Con los dientes, Olivia rasgó la cubierta de papel y rompió la parte superior del lomo—hizo jirones la tela. Parece el trabajo de una cultura que se define a sí misma como iconoclasta o caníbal. Tal vez se trate de una barbaridad necesaria: la destrucción parcial nos recuerda que todo libro no es más que un objeto mistificado, con pedigrí fingido, con el aura de lo prestigioso y aprobado por un sistema de símbolos. En tal caso, se podría pensar que Olivia es una agente de la era digital, cuyo propósito es desacreditar nuestras fantasías bibliofílicas.
Exagero, por supuesto. Lo que ocurrió fue la combinación de mi descuido y su curiosidad. Quizá sus dientes querían probar otras superficies y texturas. De todas formas, no es vano especular qué hay detrás de un libro maltratado. Habrá quien vea en ese acto una adolescente variación romántica: lo que importa—tratará de convencernos—es menos el volumen transitorio que su contenido, sus dictámenes, su prescrita eternidad. La dicotomía que sostiene esa opinión esta suficientemente desacreditada.
Ahí sigue Olivia, trabajando ahora una media. ¿Qué filosofía puede encerrar ahora su juego? Quién sabe: literalmente, Olivia es una hija de perra.